“Se puede, lo aseguro...”
“Te quiero, te quiero, te quiero”. No podía creerlo, pero esa frase recorría la habitación del hotel una y otra vez, como brisa de aire fresco con sabor a sal.
Hacía tan sólo unos días, ni siquiera sabía que se iba a producir el milagro. A decir verdad, estaba muy lejos de pensar en una noche así pero, aquella mañana, después de mucho pensarlo, me levanté decidida. Junté fuerzas y ahorros y reservé la mejor suite.
—Por favor, es para un momento muy especial y deseo algo inolvidable.
Me temblaban las piernas y también el corazón. Llamé a los más íntimos y todos me animaron.
—Hija, ¡por fin!, me alegro mucho —dijo emocionada mi madre.
Yo sabía que se alegraba, todos se alegraban.
Quería que todo fuera nuevo, así que compré una pequeña maleta, lencería fina, velas, aquel perfume tan preferido que ya casi ni recordaba, y lo metí todo en perfecto orden junto a su foto y mi walkman.
Cuando llegué al hotel tuve que echar mano de un aplomo que no me acompañaba y aparentar normalidad.
Ya dentro del ascensor, el botones me sonrió. Piso primero, frenada suave y las puertas se abrieron a ambos lados como cortinas de escenario. Me condujo hasta la habitación ciento cincuenta y nueve y los dos nos quedamos esperando... yo, a poder reaccionar, él supongo que a que le diera la propina y el visto bueno. Estuve a punto de abrazarlo, de decirle que no se fuera, que me diera la mano durante toda la noche, pero lo único que me dio fueron las gracias, como correspondía. Lejos estaban todos de pensar el motivo que me traía hasta allí...
Después de fotografiar con mirada curiosa todos los rincones, abrí la maleta, preparé un baño de espuma y puse velas perfumadas alrededor. La música del pequeño aparato sonaba a ritmo de palpitaciones.
Dejé correr el tiempo sin controlarlo y, cuando la lencería cubrió mi cuerpo aún mojado, descubrí curvas atractivas. Me recorrí entera dándome los mimos que necesitaba y luchando para no detenerme en las cicatrices externas, ni dejarme vencer por las internas, que dolían mucho más.
“Te quiero, te quiero, te quiero”. Lo repetí mil veces hasta sentirlo. Por primera vez en muchos años, me estaba queriendo de verdad y sabía que ya no habría persona en el mundo capaz de hacerme retroceder en lo avanzado. Fue en aquel momento cuando decidida y convencida, rompí su foto en otros mil pedazos y los arrojé por la ventana. Era la foto del mal llamado amor, que logró destrozarme el cuerpo y el alma a lo largo de demasiado tiempo.
Lloré, sí, como otras muchas veces, pero cambiaba el motivo.
Mientras la luna se bañaba en silencio conmigo, las estrellas parecían aplaudirme. Decididamente había triunfado. Aquello significaba un nuevo comienzo. Aquello... ¡era más que una noche!